Hace dos días, chateando con una amiga salió al tema el volver o no a la patria. Ayer, en medio del revuelo de la prensa colombiana, Fernando Vallejo renunció públicamente a la nacionalidad colombiana. ¿Sería cosa de la casualidad que estas dos situaciones coincidieran? Muy posiblemente no, si me pongo a pensar que aquella es una de las cosas sobre las que más se piensa lejos del país natal. Todo depende de la relación que se haya establecido con ese conglomerado innombrable que los viejos llamaban patria. Si la relación con nuestro país es inmejorable, tenemos los mejores recuerdos sembrados allí, algún amor inconcluso, tres fanegadas de tierra y alguna tumba que visitar o pertenecemos a un club social de renombre, muy seguramente el retorno es cosa de meses. Sin embargo, cuando la relación ha sido tormentosa y el amor se ha recalentado o el vinagre lo apesadumbra, si la gente a la que se le apostó está muerta o no te reconoce como un hermano, el camino de regreso se estrecha y se granula como los últimos cuadros de un filme antiguo sin restaurar.
Las sociedades sufren de enfermedades mentales como los humanos (no sé si esto lo dijo Jung, tal vez no); de la manera como resuelven sus conflictos se puede inferir su salud mental, su grado de madurez. A la pregunta de mi amiga sobre cómo sentía mi apego a Colombia, lo que se me vino a la cabeza no fue esa palabra rimbombante, utilizada ahora con gran autoridad por el señor Uribe Vélez, sino otra, más sencilla y a la vez más compleja. Para mí, lidiar con Colombia es como un noviazgo de esos difíciles de superar. No obstante siento un amor intenso y profundo, a la vez me agobia una pesadumbre cuando pienso que de todo el amor que he dado y puedo dar, muy poco será recibido y mucho menos será aprovechado. Valga la pena aclarar que no hablo del amor por mi familia y amigos, ese se renueva a diario y en cualquier lugar del mundo. El otro, el amor por mi país, sus culturas y su gente es el que duele pues, como un desengaño, la patria es capaz de darte el más profundo desamor.
Es indudable que yo amo a Colombia, aunque muchas veces pueda ser uno de sus críticos profundos e incluso coincidir en algunas cosas con gente como Vallejo. No obstante, amar a Colombia es como estar enamorado de una chiquilla voluntariosa, bella y vivaz; es como hundirse en la vorágine carnal de una Lolita capaz de engendrar deseo y llevarnos a la muerte. Quien se arriesga a ello no tiene más remedio que sufrir el vértigo de la incertidumbre y la desazón de no tener control de las circunstancias. Eso lo sentía desde hace mucho pero no vine a verlo claro hasta haber vivido algunos años separado de ella. Sus rabietas todavía me duelen y cuando leo la prensa por internet y veo que la muerte sigue socavando sus entrañas y cuando me entero que muchos de sus amantes justifican la sangre y la ignominia y minimizan el daño que han causado, siento que lo más saludable que puedo hacer es dejarla ir de mi vida como se debe dejar un amor que, aun viva la pasión, no cambiará hasta que la distancia cure las heridas. Eso lo siento porque lo que más daño le hace al amor es la pérdida de la dignidad de uno o los dos amantes.
Yo tengo lo gran fortuna de ser amigo de mis antiguos amores. Realmente disfruto de ello; es como haber vencido en última instancia y aunque el fuego haya desaparecido, el amor permanece en un estadio privilegiado. Esa es mi experiencia, aunque respeto las de los demás. De la misma manera respeto a quienes profesan ese amor incondicional, vital, inmediato y de primera mano por Colombia. Respeto ese sentimiento impetuoso que es como el de los quince años, cuando uno es capaz de morir bajo el balcón de la niña de sus ojos. Yo también la he amado de esa forma, hube de arriesgar mi vida por ella alguna vez y si las circunstancias lo hubiesen determinado, seguramente sería un héroe anónimo yaciendo en un lugar desconocido. Ahora, mi amor ha cambiado; la distancia me hace observarla en otra dimensión; su belleza se ha realzado, ha madurado un poco, es innegable; sin embargo, le falta crecer para que no devore a sus enamorados.
Entre los diferentes tipos de amor que se pueden sentir, estoy alejado de ése que ve a mi país como una madre, ése es uno artificial que me enseñaron cuando era niño para que bajara la cabeza y no mirara a los ojos de quien daba las órdenes. En mi juventud experimenté el ardoroso y lúbrico deseo de poseer a mi patria a todos sus niveles, cosa nada difícil en un país tan dinámico e impredecible. Ahora, no sé si he envejecido prematuramente, prefiero experimenta un amor un poco más sosegado, como el que se siente por una vieja amiga, a la que no se duda en dar la mano, pero que debe dejarse sola para que aprenda a manejar sus propios destinos y se embellezca con su propia experiencia. Mientras, en la distancia, este amor sigue madurando en la esperanza y en el futuro. Tal vez, ella me sorprenda y un día cercano nos encontremos y la llama reaparezca como un hechizo que se revive en un ciclo cósmico. Ese día volveremos a ser uno y no nos separaremos nunca jamás.